Una se pasa la mitad de la carrera leyendo libros de
feministas, de antropólogos, de neuroanatomistas que hace treinta años
instauraron el neurosexismo y de neuronatomistas que hace diez lo refutaron.
Libros de sociología de género, best sellers que juran que los hombres son de
marte, las mujeres de venus y disparateces
cómicas del estilo, manuales políticamente correctos para la igualdad,
antropólogas psicoanalistas sin miedo a demostrar que su miembro intelectual no
deja espacio para ninguna envidia, manifiestos homosexuales, chistes machistas
y un sinfín de publicaciones que oscilan entre la doctrina de la complementariedad sexual sagrada
y la indiferenciación germinal profana. Una persona normal, no requiere ni la mitad de
ésta bibliografía, ¡qué digo la mitad! no requiere haber leído más que los
artículos sobre feminidad y hombría de las revistas quincenales populares, para ir por la vida convencidos, con una fe
envidiable, de que las mujeres y los hombres son especies distintas y de que las únicas posturas válidas son, en el
caso de los hombres el machismo políticamente correcto, y en cuanto a las
féminas, el feminazismo, por supuesto.
Benditos y bienaventurados ellos que no se arriesgan al suplicio eterno.
Bien dice el apocalipsis (3:16) que a los tibios el altísimo ha de vomitarlos de
su boca como con cierto asquito, por su
aberrante, antinatural e inmoral inclinación al equilibrio. Pues confieso, yo
soy tibia en lo que concierte a esos asuntos.
Debí quedarme con los primeros dos o tres libros al respecto; ir por la
vida con una filosofía que me permitiera
ver a los hombres como criaturas dignas de desprecio, compasión o admiración,
dependiendo de si la autora era Martha
Lamas, Esther Vilar o Camile Paglia. Pero no, tercamente me empeñé en seguir
envenenando mi alma con una opinión tras otras, ¡y lo que es peor! Algunas eran
tan ponzoñosas que decían basarse en investigación científica seria, no en habladurías de sentido común
reproducidas una y otra vez por los siglos de los siglos, amén.
Cuando se es incapaz de afiliarse a los discursos cómodamente superficiales que ambos géneros manipulan
según convenga en una típica reunión con amigos, es inevitable sentirse sometido al peor de
los ostracismos. Y es que uno no queda bien con nadie. No, yo no estoy de
acuerdo con la mayoría de las frases que comienzan con: es que las mujeres son,
es que los hombres son… por lo cual no estoy de acuerdo con el noventa
porciento de las opiniones del mundo, al parecer. -¡Es que no puede ser que
pienses que los hombres y las mujeres son iguales!- dice alguien sinceramente
preocupado por mi capacidad mental y convencido de que nadie me ha explicado la
diferencia entre igualdad y equidad.
La gran ventaja es que las diferencias de género son un
tópico tradicional tan manoseado para las tertulias facultativas, que
inevitablemente dejan paso a otros igual de masticados para los cuales
tengo opiniones más normales. En
realidad, en lo que a temas de roles se refiere, yo ni si quiera tengo
opiniones, tengo dudas. Es más, no llego a tener dudas en plural, tengo una
sola: ¿Qué sucedería en un hipotético experimento que permitiera criar a los
chamacos con libertad absoluta de imposturas culturales de género? ¿Tendríamos
personas mejores o profundamente menoscabadas en su individualidad? ¿se
vendrían abajo los dogmas del neurosexismo, o demostrarían su irrefutabilidad?.
Bueno, ya sé que son tres, pero parten básicamente de la misma duda. No impongo
la idea de que somos seres amputados en la mitad de nuestras potencialidades desde
que nacemos y nos visten de azul o de rosa, pero tampoco la descarto. Las
sociedades occidentales del siglo XXI son tan eficientes disfrazando de
vanguardia modelos arcaicistas de política, economía y humanismo, que bien
podría estar sucediendo lo mismo con la denominada igualdad de género que
intenta convencernos de que adoptar formas cada vez más complejas de
diferenciación equivale a libertad.
Y es que, mirar con malos ojos algunas de las consecuencias
de la desigualdad de género, como la violencia física, no equivale a abolirla. Y cuando digo
“desigualdades” procuro dejar bien claro que me abstengo de cualquier
inclinación feminista con violines trágicos de fondo; estoy consciente de que
vivo en un país en el que una conductora de televisión puede decir abiertamente
que “los hombres no sirven para nada”, y un conductor análogo sería sometido a
la censura si aventurara un comentario similar. La desigualdad golpea
indiscutiblemente a ambos géneros, y les obliga a ser agresivos y rencorosos el
uno con el otro. A firmar el largo pliego petitorio de insensateces con las
cuales un grupo de personas pretende delimitar los derechos, las competencias y
las atribuciones de otro.
Volviendo al punto: no dejaré de insistir en que me hubiera
ido mucho mejor de haberme limitado a tomar la bandera que mi situación de
mujer manda. Así podría mirar a los hombres cual discapacitados emocionales y
regodearme en mi superioridad metafísica, disfrutar la plática feministoide
minada de comentarios despectivos hacia quien comenta la osadía de tener pene,
y achacar todas mis desavenencias con el sexo contrario a un machismo
inamovible. Pero no puedo. Tampoco disfruto los chistes homofóbicos, ni los comentarios que comienzan con “es que
ustedes las mujeres/ es que ustedes los hombres”. No me clavo. No ando por la
vida regalando manuales de redacción libres de sexismo. Entiendo que las
diferencias de género son una parte fundamental de nuestra cultura, pero no me
gustan, así como tampoco me gustan la violencia ni el cinismo político que también
tienen su lugar privilegiado en los botones de muestra de nuestra sociedad. Sin
afán alguno de cambiar al mundo, toda esta letanía sirve más bien para tratar
de explicar, a quien le interese, cómo y porqué intento cambiarme a mí misma;
porque yo, individualmente, en mi opinión personal propia mía de mí, no quiero
andar por la vida limitándome una gama de comportamientos, afectos e intereses
estrictamente anclada en el accidente cultural de mis cromosomas.
¿Cri... cri...cri? Eso pensé.